INTELIGENCIA COLECTIVA: LA ENERGÍA TRANSFORMADORA EN LAS ORGANIZACIONES
Daniel Innerarity en su libro “Una teoría de la
democracia compleja” [1], apunta que “para
entender bien a qué nos referimos cuando hablamos de inteligencia colectiva lo
que primero debemos hacer es distinguir entre el saber individual y el saber
colectivo”.
“Lo que hacen organizaciones y sociedad es generar un
conocimiento superior al de la suma de los miembros que las componen”. Es
algo más que una simple agregación. Es un conocimiento emergente que nace de la
interacción, de la relación y del diálogo. Este es, de hecho, uno de los
principios centrales de la ciencia de la complejidad: el todo es más que la
suma de las partes.
Las organizaciones son sistemas
complejos, y por tanto no pueden entenderse como un simple agregado de
individuos. Son espacios vivos, donde la calidad de las relaciones —la cultura
organizativa— determina la capacidad de crear conocimiento compartido. Cuando
hablamos de organizaciones no nos referimos solo a empresas o entidades, sino
también a espacios de colaboración entre diferentes instituciones o grupos de
personas que colaboran para construir algo superior a sí mismas.
Innerarity apunta también que “mientras el saber
individual es un asunto privado, el marco para llevar a cabo la inteligencia
colectiva es una tarea genuinamente política”. Esto implica pensar en el
tipo de conocimiento que queremos generar y en los marcos que facilitarán su
aparición. No se trata solo de acumular información, sino de diseñar espacios
donde esta pueda fluir, transformarse y generar conocimiento compartido.
Es por eso por lo que “es poco
razonable poner excesiva atención a las propiedades individuales y confiar en
exceso en las virtudes de las personas o instituciones individuales, debemos
fijarnos fundamentalmente en las interacciones de sus miembros”. Lo que
importa, subraya Innerarity, es la calidad de las interacciones. Aquello que
pasa entre las personas. Y aquí entramos de lleno en la cultura relacional: en
la manera de cómo nos escuchamos, nos reconocemos y confiamos los unos en los
otros.
Todos sabemos que no nos relacionamos igual con todo el
mundo. Que hay vínculos que generan confianza y espacios que favorecen
conversaciones más profundas y creativas. Cuando esto ocurre, las ideas
circulan mejor, las decisiones se toman con más sabiduría y los procesos se
aceleran sin perder calidad. Es una cuestión de eficiencia, sí, pero también de
sentido.
Volviendo al concepto de inteligencia colectiva, podemos definirla como la
capacidad de un grupo de compartir conocimiento, aprender colectivamente y
tomar decisiones de manera más creativa y eficaz que si lo hicieran
individualmente.
Esta inteligencia emerge de la colaboración, la comunicación y la confianza
entre sus miembros, y es clave para adaptarse al cambio, innovar y alcanzar
objetivos comunes. También nace, sin embargo, de ver al otro como alguien que
puede aportar, que puede ampliar nuestro marco mental.
Pierre Lévy, filósofo y sociólogo canadiense, la definió como "una
inteligencia distribuida en todas partes, constantemente valorada, coordinada
en tiempo real, que conduce a una movilización efectiva de las competencias".
Así pues, la inteligencia colectiva podríamos decir que sería la energía que
debería fluir en modelos organizativos que aspiran a una gobernanza
democrática.
Porque esta tipología de modelos es aquellos que dotan de marcos de gobernanza
para incorporar las voces de los diferentes grupos de interés y traducirlo en
actitudes, normas y prácticas que expresen el empoderamiento y la participación
real de las personas que forman parte de ellos.
Desde mi experiencia, uno de los grandes retos para activar la inteligencia
colectiva es el reconocimiento sincero de las voces diferentes. No tenemos
dudas de que la diversidad es una fuente de riqueza, pero sabemos que también
puede serlo de incomodidad. Si queremos construir conocimiento colectivo,
tendremos que acoger e integrar puntos de vista diferentes, que nacen de
experiencias, conocimientos, necesidades y visiones diferentes. Tendremos que
dar espacio a aquello que de entrada no nos encaja y que incluso nos puede
remover. Tendremos que velar por que las voces diferentes no queden ignoradas.
Os comparto, sin embargo, que cuando somos capaces de hacerlo el resultado que
alcanzamos tiene mucho sentido, más del que nos habríamos imaginado
individualmente.
Tendremos que aprender a escuchar y entender los silencios de las
conversaciones, también a sentir sus emociones. Como decía el director de
orquesta Alberto Álvarez-Calero: “quien no escucha tus silencios, tampoco
entenderá tus palabras” [2].
Si realmente queremos avanzar hacia modelos organizativos participativos en los
que se genere y fluya la energía de la inteligencia colectiva, estos son
algunos de los matices que deberemos tener presentes.
Porque construir modelos
organizativos democráticos implica reconocer aquella parte que no se ve, la
democracia profunda[3] que busca
transformar desde las raíces.
Reflexión inspirada en conversaciones incómodas que era importante escuchar
y tener presentes...
[1] Innerarity,
D. (2019). Una teoría de la democracia compleja. Barcelona: Galaxia
Gutenberg.
[2] https://www.lavanguardia.com/lacontra/20210710/7590680/escucha-tus-silencios-entendera-tus-palabras.html
[3] Mindell, A. (2015). La Democracia Profunda de los Foros Abiertos: Pasos prácticos para la prevención y resolución de conflictos familiares, laborales y mundiales (Spanish Edition). Deep Democracy Exchange.
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